lunes, 28 de marzo de 2011

El museo de la nada

Las horas seguían pasando lentas en la inmensidad de las salas y los infinitos y laberínticos pasillos del museo.
Entorno a mí se alzaban altos y robustos muros empapelados y bajo mis pies se extendían las baldosas cubiertas por una alfombra de moqueta roja.
Yo, sentado en un típico sofá incómodo de museo, admiraba embobado una escultura griega del siglo VI a. C. cuidadosamente tallada en mármol blanco desde hacía un buen rato, y puestos a decir verdad, ésta no parecía importarme demasiado.
Delante de mí, la majestuosa figura permanecía estática - aguardando quién sabe qué - con la mirada completamente neutra observando entre la gente que deambulaba por el espacio, todos tan o más perdidos que yo.
Ausente, con la mente a mil kilómetros lejos de ese lugar extraño, me levanté y me fui escabullendo entre la marabunta de seres, el bullicio de almas, las peleas de mentes, las cámaras fotográficas con objetivos interminables, las guías hablando sin cesar, los sombreros y todos los atuendos propios de los turistas.
Y conseguí escapar. Fui a parar en una sala amplia, vacía y polvorienta dónde se alzaban ante mí imponentes esqueletos y figuras de cartón-piedra de iguanodontes, pterodáctilos, estregosaurios y demás reptiles prehistóricos.
Me sentía teletransportado a millones de años atrás, caminando solo en medio de ese curioso parque jurásico ficticio.
Apático, frío, impasible, quizás demasiado tranquilo para ser yo; continuaba la visita absorto en mis pensamientos que no llevaban a ninguna parte.
Y pasé a otra sala con el techo de vidrio transparente y unas columnas de piedra de estilo jónico dónde cuadros de Van Gogh colgaban de las paredes como exposición temporal.
Navegué entre todas sus texturas; entre los verdes, rojos y ocres.
Frente “La Noche Estrellada” intenté recordar el azul de sus ojos y me dí cuenta que no había un solo tono en aquel cielo que le fuera semejante.
Y ahí estaba otra vez, abstraído por completo, con los ojos cerrados pensando en la brisa
que sopla en aquel pueblecito de costa dónde el sol teñía el mar de plata y las olas que caen una y otra vez rendidas contra las rocas, aquel lugar dónde su sonrisa provoca la mía.
Al volver a abrir los ojos todo aquello se desvaneció y volví al mundo real, volví a las columnas de piedra, al suelo enmoquetado, al barullo de gente, al techo de cristal y a mi expresión neutra delante de un Van Gogh.
Seguí caminando y llegué al sector del Antiguo Egipto.
Reproducciones fidedignas de obeliscos, algún que otro sarcófago, un esfinge de piedra con la nariz gastada por el paso del tiempo y una piedra llena de jeroglíficos que para mí no eran más que un puñado de dibujitos grabados sin sentido alguno.
Cansado de que nada de aquello me sorprendiera, me dirigí hasta el señorial vestíbulo dónde, coronando la sala, un enorme reloj de oro mazizo marcaba las dos en punto.
Miré para los lados y sólo vi gente, gente y más gente.
Demasiada gente y pocas personas que dicen.
Subí las escaleras arrastrando los pies que, debido a mis pocas horas de sueño, me hacían sentir un peso equivalente a cuatro toneladas. Me cansaban hasta el punto que pensaba que me iba a desplomar ahí mismo como un peso muerto en el suelo, y estaba seguríssimo de que si eso ocurría, nadie se iba a parar ni media milésima de segundo para comprobar como me encontraba.
Así que levanté la cabeza y crucé las puertas correderas y después de pasar un riguroso control de seguridad - hecho por un tipo de hombros anchos más parecido a un armario que a un humano -, travesé la puerta giratoria y salí a la calle.
Con nadie esperándome en aquella inmensa ciudad extraña; me abroché el casco, subí a la moto y me dirigí al aeropuerto, poniendo así, punto y final a ese viaje hacia ninguna parte y a esa actitud mía tan ambigua.

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